Clara está de regreso. Hace tiempo que escucha voces que gimen desde lejos sin saber cómo ni cuando se pronunciaron. Gritos que claman y reclaman pasos sin dar, horizontes sin vislumbrar. Ese otoño suelta la hoja.
La tierra la recibe e imparte la humedad que el árbol ya no le da. La hoja llora. El árbol extraña con dolor de entraña y se siente muerto de miedo por el frío por el frío que el tiempo anuncia. Hoja y árbol duelen distancia, por más certeza de responder a esas voces que claman. Ellas, las voces indescriptibles, anidan en el corazón y, encaprichadas, no se irán sin su cometido.
La lágrima, que baja acompasada a la hoja, pronuncia grito de tristeza y mientras cae intenta, pataleando en grito para que vuelva lo que se fue, callar las voces que claman. Pero no hay pataleo que alcance ni intento de afinación. Clara me cuenta que la guitarra se siente ajena en aquel bar y quiere acompañar otros cantos: cantos con letra de las voces que invocan, esas que desde lejos reclaman nuevos ríos por donde su vida va.
Se pierden las hojas, el otoño evoca. Se van los alrededores y la desnuda rama anuncia austeridad de frutos. De todo, lo intocable de la vida resiste hasta el margen, bien al margen pero sólo hasta allí. Cruzando el límite, forzando el margen, la tristeza irrumpe en ahogo y saturación.
Aunque el árbol intente sostener las hojas, sabe de un tiempo nuevo por venir. Desprende en llanto y, en palmada de adiós, las suelta gravedad y viento mediante, hacia la tierra y el más allá.
Entonces otoño evoca: no hay hojas que oculten la desnudez. Y lo que resiste, ese intocable e innombrable deseo, invoca la palabra, pronuncia lo que ocupa piel y corazón y espera... espera... sabiendo invierno por parir, primavera por surgir.
Que la tristeza te pueble, te zamarree, te lastime, te desgarre.
Que las lágrimas viajen y viajen por tu cara, en cada momento, sin aviso ni permiso.
Que no quieras pronunciar otra plegaria que no sea un "que vuelvas".
Que no soportes un "está feliz en los brazos de Dios", porque no te preocupa dónde está sino que no está ni estará.
Que no tengas ganas de estar con gente, ni sólo, ni en ruido, ni en silencio.
Que te carcoma lo no dicho y esa próxima ronda de mate en el que él no estará.
Que te sientas condenado a la desnudez en la que te deja el dolor.
Que sientas que no hay hechizo, dios, rezo ni pócima que lo traigan.
Que no se te vaya de la cabeza, sea que juegues, duermas o patalees.
Que te sientas muerto
vacío
adolorido
cabizbajo y consumido
seco y sinsentido
desesperado y oscuro
Puede ocurrirte todo eso y mucho más
cuando amaste y se fue
sin aviso
sin tu permiso
se fue... se fue
nuevamente
terriblemente
violentamente
otro amigo.
Dicen las calles: ¿quiénes van? ¿dónde van?, que mi piel los siente pedalear distinto hacia una tierra desgarrada, tatuada de terror y de miedo.
Dicen los voceros de ventanilla: “Ahí van los zurditos”
Y las remeras dicen: “La verdad nos hará libres”, “los pañuelos se convierten en palomas”, “Te estamos buscando” “Vamos caminando, aquí se respira lucha”.
Dice la llegada: “Este predio es signo de la victoria de su lucha”
Y las paredes dicen: testigo del horror fui, testigo de tu memoria soy, voy rasgada de pavor pero suturada con tu esperanza y tu voz, penetrándote de silencios.
Dicen los murales: “Pocho vive”, “Mi mamá tenía un sueño”, “Pa: no pude conocerte. Te extraño. Tu hija...”
Y dicen los silenciados: “ ”
Entre decidores, dicen las bicis: “Una bici más, un auto menos” “El Famatina no se toca” “Bicisendas ya”. Pero la bici qué más dice es la bici vacía, que cuenta todo el viaje, sin parar de contar: Un hombre pedalea con la remera de Biciurbanos y lleva durante el recorrido, de inicio a fin, con una mano, una bici que gira y gira sin que nadie la haga pedalear. Esa bici sin gente calla el pataleo de quienes enseguida dicen “no fueron 30.000”. La foto de ella, el espacio vacío, la vida robada y el llanto de “sobre esta bici ella no está”, anuncia que su todo ya no está. Y la fuerza de la ausencia recoge los miles de borrados, los pensamientos negados, las búsquedas truncadas. Y recoge lo que dicen las calles, las paredes, los murales, las remeras. Lloran lo que los silenciados no pudieron decir y celebran, celebran, a los que han parido vida en medio de tanta, tanta, muerte.
El primer día en Atamisqui despide soles y andares. El abrasador sol apaga por completo el pueblo a la siesta y da paso a la vida nocturna aunque mañana se trabaje.
Emilio, el cura de 84 años, nos recibe y dice que él no tiene mucho para decir: “Vayan como un vaso vacío. Si su vaso va lleno, no entrará nada. Si, en cambio, van vacíos, ellos lo llenan y juntos pueden compartirlo”
La ausencia de mensajes de texto en mi teléfono me traslada a diez años atrás. Dos micrófonos y una llave en la bolsa de supermercado equivalen a “el que tiene la llave es productor, musicalizador, operador y columnista” Como tenemos la llave y los micrófonos, ¡somos radio! Salimos al aire por FM “La Atamisqueña” cada día en un programa que llamamos “El Dios que ama a los jóvenes” Nuestras voces tratan de compartir y brindar, con música y palabras, esa certeza.
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Pasan los días. Cambia la escala pero los discursos y las sensaciones sobre algunos temas se repiten. Los de Córdoba no van a Buenos Aires a vivir porque “allá es muy peligroso”. Los del interior cordobés no van a la ciudad porque “allí es peligroso”. El pueblo atamisqueño no va a Santiago y los de los alrededores no van a Atamisqui: “Acá, en el campo, es tranquilo. Dejás las cosas afuera y cuando te levantás todavía están. En el pueblo no es así”
Tras pasos sobre tierra partida, Clara cruza hilo y mueve el telar para dar el trenzado imaginado por sus antepasados y repetido como valiosa herencia. El telar al rayo del sol espera visita. Sol y telas marcan la percepción del tiempo y son, a veces, la compañía hasta que el marido vuelva de la florada, o de cosechar papa en alguna provincia: “Tres meses se va a veces, tres meses. O seis. Seis. No sé cuando volverá, pero este año se está pagando bien” Tres o seis meses, sea como sea, parecen una eternidad para no ver a quien es gran parte de su vida, especialmente aquí, donde el ruido de las ciudades no distrae de ausencias.
Gladiz cuenta que ella hizo telas toda su vida, pero que hace poco más de 20 años tuvo que abandonar.
-No se vendía nada. A la gente no le interesaba lo tradicional, estas cosas hechas a mano que hacemos pueblo adentro. Estuve 10 años sin tocar el telar, pero en los últimos años ya se valora nuevamente nuestro trabajo y hay además un subsidio del Ministerio de Desarrollo para que podamos seguir haciendo y otros nos enseñen otros tejidos.
Sin saber grandes procesos políticos y económicos, Gladiz refleja con su historia de telar que ninguna política es inocente. Me quedo pensando en aquellos años noventa, donde había que comprar lo de afuera, mirar lo de afuera, viajar afuera e ignorar, sistemáticamente, casi como avergonzándose, de nuestro pueblo adentro.
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Pasan y pasan los días. Nos dirigimos a Juanillo poco antes de regresar.
-Son los que estuvieron en la escuela -gritan desde lejos.
Luis y Susana reparten sillas y traen enseguida el brasero para el mate, preparan tortilla y arrope y disponen todo para recibirnos. Junto a ellos van y vienen los siete pequeños que pasean un compartir que se viene gestando. Algunos esperan que termine la peli que ahora pueden ver con la energía que el pequeño panel solar les brinda.
En Villa Atamisqui notábamos la primera discontinuidad en torno al agua: abrís la canilla y no sale. La red está vacía. Aquí la discontinuidad toma el rostro de un abismo. Canilla no hay, ni red, ni pozo. Los baldes juntan el agua de lluvia y el agua que pidieron días atrás en Juanillo. Pero aquí es tranquilo, cuenta Luis, mientras los enanos traen guitarra, acordeón, bombo y armónica, y los animales van y vienen por la casa: la gallina sobre la mesa, las vacas y las cabras pasan pegaditas a nuestras sillas, perros, gatos y pollitos dan vueltas por las patas de las sillas y los caballos patean el corral recordando hora de comer.
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No hay paso dado tierra adentro que oculte certeza de desigualdad y ponga al descubierto nuestros niveles de derroche. Tierra olvidada, país abandonado. Aquí no hay crisis griega ni alza del dólar. Y los oasis proclamados de crecimiento país llegan en migajas, cuando el viento no se las lleva. Y entre migaja y migaja algunas personas gastan su vida para que otras resurjan. Las hermanas acompañan mesas de gestión, organizan cruzadas de alambrados y lagunas artificiales para demostrar que esa tierra pertenece a los que allí nacieron y allí viven. Lucha y resistencia se miden con alambre y con la unión de campesinos monte adentro, mientras la amenaza por quedarse con las tierras amanece más temprano que el sol. Los engaños se distribuyen como vasos comunicantes, tanto en las grandes ciudades como aquí. Mientras en Córdoba intentan expulsar del centro a Villa La Maternidad para que la tierra sea un rascacielos, y ellos tengan una “hermosa casa en la periferia”, aquí el engaño los convoca a la ciudad donde tendrán casa, luz y agua. Con el espejito vendido, le venden el campo y ya no hay vuelta atrás.
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Mientras nos vamos, con un rincón tristón de despedida y con el corazón resonando olvidos e injusticias, la certeza de Laura Ros canta y canta:
Sentado en la balsa me tiene la vida, como hace tiempo me lleva y entretiene. Pero el corazón anda como rengo de escritura, falto de tinta para que se haga papel el instante que pasó y el sueño que nació. Las palabras no salen y los silencios ven girar lo que nace y lo que muere. Clara no cuenta, Santi calla, y este corazón viajero se siente sin puerto como certeza, en el punto de equilibrio, a la espera de la siguiente paleta sobre el agua que defina tierra adentro o mar profundo.
Con fe en la trama, con mano en remo y toda la mirada puesta en las aguas que corren, fluyen los instantes, repletos de intemperie.
No logro extrañar así nomás, de pura poesía y relato. Esta piel extraña aquella piel y este abrazo por dar añora nuevamente las manos enlazadas y esa cicatriz sin cerrar del último adiós. La lejanía de un puñado de amigxs que son luz me tiene como en exilio, con cara de maleta lista y boleto en mano, descontando segundos para el abrazo por venir.