sábado, 3 de marzo de 2012

Como un vaso vacío...


El primer día en Atamisqui despide soles y andares. El abrasador sol apaga por completo el pueblo a la siesta y da paso a la vida nocturna aunque mañana se trabaje.

Emilio, el cura de 84 años, nos recibe y dice que él no tiene mucho para decir: “Vayan como un vaso vacío. Si su vaso va lleno, no entrará nada. Si, en cambio, van vacíos, ellos lo llenan y juntos pueden compartirlo”

La ausencia de mensajes de texto en mi teléfono me traslada a diez años atrás. Dos micrófonos y una llave en la bolsa de supermercado equivalen a “el que tiene la llave es productor, musicalizador, operador y columnista” Como tenemos la llave y los micrófonos, ¡somos radio! Salimos al aire por FM “La Atamisqueña” cada día en un programa que llamamos “El Dios que ama a los jóvenes” Nuestras voces tratan de compartir y brindar, con música y palabras, esa certeza.

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Pasan los días. Cambia la escala pero los discursos y las sensaciones sobre algunos temas se repiten. Los de Córdoba no van a Buenos Aires a vivir porque “allá es muy peligroso”. Los del interior cordobés no van a la ciudad porque “allí es peligroso”. El pueblo atamisqueño no va a Santiago y los de los alrededores no van a Atamisqui: “Acá, en el campo, es tranquilo. Dejás las cosas afuera y cuando te levantás todavía están. En el pueblo no es así”

Tras pasos sobre tierra partida, Clara cruza hilo y mueve el telar para dar el trenzado imaginado por sus antepasados y repetido como valiosa herencia. El telar al rayo del sol espera visita. Sol y telas marcan la percepción del tiempo y son, a veces, la compañía hasta que el marido vuelva de la florada, o de cosechar papa en alguna provincia: “Tres meses se va a veces, tres meses. O seis. Seis. No sé cuando volverá, pero este año se está pagando bien” Tres o seis meses, sea como sea, parecen una eternidad para no ver a quien es gran parte de su vida, especialmente aquí, donde el ruido de las ciudades no distrae de ausencias.
Gladiz cuenta que ella hizo telas toda su vida, pero que hace poco más de 20 años tuvo que abandonar.
-No se vendía nada. A la gente no le interesaba lo tradicional, estas cosas hechas a mano que hacemos pueblo adentro. Estuve 10 años sin tocar el telar, pero en los últimos años ya se valora nuevamente nuestro trabajo y hay además un subsidio del Ministerio de Desarrollo para que podamos seguir haciendo y otros nos enseñen otros tejidos.

Sin saber grandes procesos políticos y económicos, Gladiz refleja con su historia de telar que ninguna política es inocente. Me quedo pensando en aquellos años noventa, donde había que comprar lo de afuera, mirar lo de afuera, viajar afuera e ignorar, sistemáticamente, casi como avergonzándose, de nuestro pueblo adentro.

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Pasan y pasan los días. Nos dirigimos a Juanillo poco antes de regresar.
-Son los que estuvieron en la escuela -gritan desde lejos.

Luis y Susana reparten sillas y traen enseguida el brasero para el mate, preparan tortilla y arrope y disponen todo para recibirnos. Junto a ellos van y vienen los siete pequeños que pasean un compartir que se viene gestando. Algunos esperan que termine la peli que ahora pueden ver con la energía que el pequeño panel solar les brinda.

En Villa Atamisqui notábamos la primera discontinuidad en torno al agua: abrís la canilla y no sale. La red está vacía. Aquí la discontinuidad toma el rostro de un abismo. Canilla no hay, ni red, ni pozo. Los baldes juntan el agua de lluvia y el agua que pidieron días atrás en Juanillo. Pero aquí es tranquilo, cuenta Luis, mientras los enanos traen guitarra, acordeón, bombo y armónica, y los animales van y vienen por la casa: la gallina sobre la mesa, las vacas y las cabras pasan pegaditas a nuestras sillas, perros, gatos y pollitos dan vueltas por las patas de las sillas y los caballos patean el corral recordando hora de comer.

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No hay paso dado tierra adentro que oculte certeza de desigualdad y ponga al descubierto nuestros niveles de derroche. Tierra olvidada, país abandonado. Aquí no hay crisis griega ni alza del dólar. Y los oasis proclamados de crecimiento país llegan en migajas, cuando el viento no se las lleva. Y entre migaja y migaja algunas personas gastan su vida para que otras resurjan. Las hermanas acompañan mesas de gestión, organizan cruzadas de alambrados y lagunas artificiales para demostrar que esa tierra pertenece a los que allí nacieron y allí viven. Lucha y resistencia se miden con alambre y con la unión de campesinos monte adentro, mientras la amenaza por quedarse con las tierras amanece más temprano que el sol. Los engaños se distribuyen como vasos comunicantes, tanto en las grandes ciudades como aquí. Mientras en Córdoba intentan expulsar del centro a Villa La Maternidad para que la tierra sea un rascacielos, y ellos tengan una “hermosa casa en la periferia”, aquí el engaño los convoca a la ciudad donde tendrán casa, luz y agua. Con el espejito vendido, le venden el campo y ya no hay vuelta atrás.

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Mientras nos vamos, con un rincón tristón de despedida y con el corazón resonando olvidos e injusticias, la certeza de Laura Ros canta y canta:

“Pueden ponerle candado a tus sueños
Pueden cerrarte las puertas del sol
Pueden oírte llorar en silencio
Pero no pueden sentir el amor”

 

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