sábado, 11 de abril de 2009

Capítulo 2: Lo que sentían los soldados romanos

Lo que sentían los soldados romanos:
un soldado se confiesa


Los otros soldados me pidieron que hable en nombre de todos. Yo no soy poeta ni sentimentaloide pero me preguntan ustedes qué sentíamos nosotros los soldados cuando moría aquel. Cómo contárselo. ¿Qué sentía? Difícil tarea esta de sacar de dentro de uno los sentimientos y ponerlos en la boca para que los otros los entiendan.
Fue una cosa muy rara. Lo más raro de todo comenzó aquella noche, en el huerto de los olivos. Yo me había resistido a ir. Demasiado me atormentaba trabajar con estos no muy comprensibles judíos como para tener que encima hacer caso a sus caprichos de atrapar a uno por la noche. Hoy recuerdo con qué mala gana fui a trabajar. Pero bueno, trabajo tenía y no podía quejarme mucho.
Allá fui, decidido a hacer las cosas rápido, a arrestarle e irme cuanto antes, pero sabiendo que estas cosas de revolucionarios no son siempre tan fáciles, y menos cuando tienen un grupo de seguidores. Precisamente a uno de los suyos teníamos que mirar. A quien él besara nosotros lo arrestaríamos. Era la orden.
Luego del beso entramos en escena nosotros hasta que… hasta que uno de los suyos sacó la espada. Por momentos parecía que la cosa no iba a ser muy fácil pero él, a quien buscábamos, le dijo sin temblar que vuelva su espada a su sitio. ¿Qué hacía entonces yo con mi espada? En un instante se me ocurrió pensar que estaba frente a un loco pero de un loco a quien me venían deseos de seguirle. Dejar la espada… tantas veces había querido dejar mi espada. Pensé luego que este era mi trabajo. No iba a ser tan fácil seguirle, primero porque ya lo estábamos arrestando y segundo porque él no me daría un trabajo estable. Hice de cuenta que en mi interior no había pasado nada. Seguí en lo de antes sin hacerme cargo de lo que me quería movilizar interiormente.
Así pasó la noche. Una noche larga pero tranquila. Él poco hablaba, aunque daba la impresión de que estuviera hablando, o de que hablara sin hablarle a nadie, tal vez a Alguien a quien nosotros no veíamos.
Con Él estuve también al día siguiente. Me pidieron que lo llevara delante de Pilatos. Estuve a su lado mientras Pilatos le preguntaba a los judíos a quién querían soltar. Estuve a su lado cuando Pilatos se lavó las manos. Volvió el recuerdo de aquella noche en que hice de cuenta que nada pasaba por mi interior. También yo me había lavado las manos… la reacción interior volvía, pero ya no me animaba a dar un paso al costado. Después la misma rutina de todos los viernes previos a la celebración de la pascua de estos judíos. Castigarlo por ¿lo malvado? que había sido, agotar la fuerza de sus hombros con un tronco grande que luego será parte de su cruz, verlo cómo cae por el cansancio y finalmente subirlo, clavarlo y esperar…
Algo no terminaba de entrar en mi cabeza ni en la de mis compañeros los soldados: pocas horas antes había estado con sus más íntimos, con los que iban con él para todos lados. De repente nadie. Sólo su madre y un joven a quien no le sé el nombre. Ninguno más. Desde ahí no pude dejar de preguntarme dónde estaban aquellos que le admiraban tanto por los milagros que había hecho.
Por mi cabeza pasaron varias preguntas que quise hacerle a ese hombre que habíamos colgado:


¿Por qué no preguntabas
en el momento de la Cruz
y tan solo tu espíritu
al Padre encomendabas?

¿Dónde estaban en aquel instante
todos aquellos suplicantes?
¿Es que sólo les interesaba curarse
y perderse lo mejor:
por ti salvarse?

¿Dónde estaban los cinco mil testigos
de la multiplicación de los panes
que no gritaban “Soltad a Jesús”
cuando Pilato interrogaba?

¿Dónde estabas, ciego de Jericó
que sanado por Él
en la cruz al Hijo de David
no mirabas?

¿Dónde estabas hemorroisa
que no tocabas el manto del dolor
que padecía aquél que un tiempo atrás
había curado tu dolor?

¿Y tú leproso, paralítico, hijo del centurión?
¿Qué hacían el hijo de la viuda de Naím,
la samaritana, los endemoniados gadarenos
en aquellos momentos en que
de rumbo la historia cambiaba?

Desnudo en la Cruz.
Clavado y sólo.
¿Quién puede entender el por qué de semejante abandono?
¿Quién puede entender por qué nosotros,
los por Ti sanados
nos empecinamos en dejarte solo?

¿Quién como Tú, Señor
que aún dejándote mil veces sólo,
que aún quedándonos callados
cuando en guerras, en la avaricia y en el odio,
te crucificamos
sigues optando por nosotros?


A derecha e izquierda las cruces de los otros dos malvivientes tenían más gente que la suya. A ellos nadie les gritaba insultándoles aún habiendo sido ladrones. Algo no explicaba todo. Algo… ¿pero qué?
En ese momento no lo supe. En medio de la espera nos sentamos los cuatro soldados. Comenzamos a sortear la túnica. Ahí fue el momento del grito. No le presté atención pero hoy, a un tiempo de aquel hecho, lo escucho cada vez con mayor claridad: “perdónalos porque no saben lo que hacen”. Era el momento más importante de la historia. Yo no lo sabía. Los soldados no lo sabían. Tal vez nadie lo sabía. Pensándolo bien sí, Juan y María. El resto cruzamos el acto de amor más grande de Dios sorteando túnicas…

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